Los canarios
Suyin se ocultó tras su bolsa de las compras del llamativo ser abriéndoles la puerta del departamento. Las uñas de su acompañante traspasaron su abrigo mientras dejaba salir algo como un grito de su boca pintarrajeada, pero el jovencito ante ellas omitió su escándalo con nobleza, esperando alguna acción racional de las desconocidas. Tras un confuso silencio, Suyin sonrió nerviosa a ese apacible rostro infantil de grandes ojos amarillos, coronado con un moño tan dorado como rojo era su daopao de patrones vistosos. Yanmei y Suyin intercambiaron miradas en acuerdo. Era inofensivo y muy hermoso, casi inhumano. Y no iba a hablar primero.—¿Wen está en casa?—pronunció Yanmei sin aflojar su agarre—. Fei Wen, tu dueña. El niño se volvió flotando en las alas de su hanfu. Las mujeres lo siguieron a una distancia prudente, sin desatar sus brazos la una de la otra.—¡Con permiso! —graznó Yanmei. La luz del pasillo de entrada destellaba sobre el moño del niño escoltando su andar ligero pero veloz, creando una ilusión de alas de fénix en sus mangas doradas. Un ave de rasgos humanos. La larga cola de plumas pardas que arrastraba tras de sí como un abanico de cobre confirmó a las mujeres su primera impresión: Wen había comprado un Bio-pouppée. La oronda mujer mayor vino a su encuentro con los brazos abiertos. Su perfume se percibía a metros de distancia; las dos amigas arrugaron discretamente la nariz durante el largo intercambio de besos y saludos en grito.—¡Vinimos tan rápido como nos llamaste! Estábamos en la peluquería, ¡nos tomaste por sorpresa!—¡Ay, las dos lucen divinas! Pasaron a la terraza, a una mesa repleta de bocadillos entre yucas y flores de hibisco. Esas cuatro paredes habían atestiguado tanto eventos sociales como los repentinos decorados de su dueña. Muebles de madera de eucalipto arcoíris de Sudamérica, una pileta de mármol; solo la pequeña jaula con tres canarios no había cambiado ni siquiera de sitio. En tanto, el nuevo objeto de interés acompañó a su ama desde un mullido sillón de mimbre a la mesa, fundiéndose con el exótico decorado turquesa.—¡Que mayordomo más guapo nos abrió la puerta!—Es como el niño de esa película… esa del niñito que gobernaba China al inicio de la película, ¿cuál era?—El último emperador.—¡Ay, sí!—Se llama Feiyu, ¡di hola! ¡Hola! Me lo dio Haoyu hace dos semanas, ¿no recuerdas que viajó a Shanghái? Me llama y dice “Fei Wen, el domingo no vayas a hacer planes porque te voy a llevar un faisán dorado”, y yo “¿cómo que un faisán? ¿No te veo en tanto tiempo y encima quieres que te cocine?” —Wen soltó una gran carcajada ante su propio chiste, acariciando las mejillas del niño—. ¡Ay pero míralo, es divino! Se porta tan bien, si es casi como un hijo. Feiyu oía a su dueña con una sonrisa de porcelana. Quieto como estaba, no parecía que observara todo con sus pacíficos ojos amarillos reflejando el brillo de sus ropas extravagantes.Un verdadero muñeco hecho de oro. Suyin hubiera querido agregar que no era “como su hijo”, que en realidad se había saltado todos los pasos de verlo nacer hasta su preparación para el mundo real. El pequeño Feiyu ya tenía el plumaje de un faisán adulto y de seguro “su madre” ni siquiera iría al día con sus vacunas —el primer organismo robótico que requería medicamentos, como decían en ese comercial—. Pero su yerno la conocía bien y debió ser consciente de lo que hacía dándole ese Bio-pouppé a alguien como Wen. Suyin apostaba que “su hijo” no se había muerto de hambre gracias a la encargada de la limpieza. Suyin se llevó un macarrón a la boca mientras Wen le reprendía a Yanmei haberla llamado dos veces esa semana sin respuesta, a lo que Yanmei la disuadió señalándole una mancha de labial en sus dientes. La existencia de este faisán en la terraza solo era para presumir, como los canarios rusos y la planta carnívora. Nadie que conociera a Wen la imaginaba haciéndose responsable de una mascota; no lo era consigo misma ni lo fue con sus propios hijos décadas atrás al amparo de decenas de niñeras de poca paciencia. El departamento ni siquiera era suyo, para empezar. Su propia hija acabó por hartarse de los caprichos de su madre gritándole al oído y “le regaló” junto con su esposo este departamento. Sola no hubiera podido comprarlo. Fei Wen era la clásica mujer de la gran vida. Sin una moneda y habiendo vivido de su marido hasta el divorcio, en la actualidad era una anciana con la misma mentalidad de cuando fue una adolecente recién casada: caprichosa e ignorante del mundo, ahora mantenida por su hija y su yerno. Suyin en persona la había visto explotar en berrinches tan absurdos como los de un niño, por razones que ninguna mujer a su edad ni con su educación demostraría. No era el tipo de persona a la que uno se llevaría a una isla desierta. Suyin miró por la ventana. El tiempo por fin había vuelto a mejorar y las mañanas volvían a ser frías y las tardes muy calurosas. Le dio otro sorbo a su té de escaramujo. De Fei Wen solo se obtenían regalos ostentosos y buenos chismes, pero nunca amistad. La enjoyada anciana sintió compasión por el pequeño faisán mientras partía su porción de pastel. Se percató sorprendida de que el muñeco seguía el tenedor con sus grandes ojos.—¿Quieres comerte mi pastel? —le sonrió.—Ay, está mirando las pasas de tu pastel—le corrigió Wen—. ¡Feiyu, pide lo que quieras, mi amor! Los finos labios rojos del faisán se separaron con lentitud.—¿Puedo comer pasas? —entonó con una tierna voz infantil. Tan suave, como si entonara una nana. Las dos mujeres se quedaron heladas. Era primera vez que oían al pequeño hablar, ¡y tan normal, como un verdadero niño! Desde luego, su mamá era la más orgullosa:—Las que quieras, ¡pero un poquito nada más, que luego te duele el estómago! “Y los oídos”, pensó Suyin en su fuero interno. Siguieron un intercambio de felicitaciones por proyectos del taller de tejido, ponerse al día con la vida de sus hijos, nietos, amigas del círculo —dentro del más respetuoso interés— y desahogos de los desenfrenos de la juventud. En algún momento, el Bio-pouppé quedó olvidado y el pequeño ahora jugaba con las puntas de sus pantuflas amarillas chocando entre sí. Yanmei soltó una risita cuando el repentino trino de los canarios interrumpió su diálogo y ya no pudo acordarse de lo que hablaba, pero luego adoptó una expresión más seria.—¿Supieron lo de Liazng?—arrastró con lentitud las sílabas de ese nombre.—¿El marido que se suicidó? —lamentó Suyin en voz baja.—Ay sí. ¡Pobre Liazng, pobre mujer! El otro día me lloraba... —suspiró Wen. Su frente se oscureció—. Lo encontré cobarde, ¿cómo no se le ocurrió pensar en su esposa? —refunfuñó—. ¡Uno ama tanto a su familia, para que se acaben matando!—Además de que es un pecado—concordó Yanmei.—Pero es que esa gente es gente con problemas mentales—dijo Wen, como si así excusara al difunto—. No hay nada en esta vida que no tenga solución—agregó pragmática. Yanmei y Suyin asintieron con vehemencia.—¡O sea, yo también tengo mis problemas pero me los guardo para mí!—Exacto.—¡Ay! ¿Y qué me dicen de Ju di? ¡Esa egoísta! —exclamó Wen.—¿De qué hablan? —preguntó Yanmei expectante. Fei Wen resopló con el mentón en alto:—¡Perder tantos años, y esa casa en el lago! ¿¡Te lo puedes creer?! ¿Quién se divorcia solo por una infidelidad? Suyin brindó con su taza. Lamentaba la suerte de la mujer, pero en el fondo, la conversación era estimulante. Seguro la mayoría de su círculo ya estaría cotilleando acerca del divorcio la joven mujer. No le quedaría más remedio que enviarle un regalo de felicitaciones. Finalizado el aperitivo, Suyin dirigió una última mirada al pequeño. No le gustaban los animales y sabía que había sido programado para ello, pero el aspecto humano de la criatura inspiraba a la lástima. Su obediencia. Su reserva. Pasó toda la fiesta de té como lo que era: un ornamento. Las tres se fueron taconeando por el embaldosado hasta que Feiyu, felizmente, ya no pudo oírlas. Exhaló sumergiéndose en la superficie mullida del sofá, disfrutando del trino de los canarios mientras se llevaba a la boca las sobras del pastel, masticando con lentitud. Aunque las amigas de la señora le regalaron comida, eran muy ruidosas. Además seguía decepcionado porque no fuera papá el que tocaba la puerta. Feiyu corría hacia la entrada cada vez que oía el timbre, pero eran solo la señora o la chica de blanco. ¿Cuándo vendrían a buscarlo? Feiyu secó una lágrima en su mejilla. No veía a papá desde que lo dejó con esta señora ruidosa. Era lo único que a Feiyu no le gustaba de la nueva casa. La señora era cariñosa, ¡pero era tan ruda! ¿Acaso no notaba que había dejado de hablar para no enfadarla?, ¿qué tenía miedo hasta de comer porque su risa retumbaba en sus oídos? A veces lo asustaba tanto que le costaba no salir corriendo. Una mota de plumas amarillas flotó sobre la punta de su pantufla. El aleteo de uno de los canarios barrió el suelo de la estrecha jaula. La señora tampoco se daba cuenta del nerviosismo de los canarios. En el último tiempo habían perdido más plumas que él, afortunado de poder explorar la casa libremente y ejercitarse, pero a veces se aburría. La terraza era su zona favorita en las primeras horas de la mañana, pese a que siempre le significaba un dolor en el pecho ver a los canarios acicalarse, picotearse los dedos en sus juegos, dormir pegados los unos a los otros… Feiyu los envidiaba incluso cuando el sol iluminaba la terraza con tanta intensidad que el aire quemaba. Las alas se les caían, dormitando entre jadeos con sus picos abiertos. La señora ignoraba los gritos de dolor de las plumas siendo arrancadas del cuello al acorralarse, tratando de picarse los ojos por algo de sombra en el reducido espacio de la jaula, agua caliente y sucia de varios días. Los gritos a veces eran tan fuertes que Feiyu podía oírlos incluso en el baño con la puerta cerrada, pero la señora tan solo suspiraba molesta frente al televisor “¡ya están jugando estos pichones!”. A veces Feiyu creía que esa señora era muy tonta, pero quizás solo porque no era un pájaro. Un canario acicaló a su compañero, mientras que el tercero bebía agua fresca. Ahora mismo eran la imagen misma de la calma. Feiyu se bajó del sofá cuando empezó a sentir calor y salió a esperar a papá en la entrada. No era la mejor hora para estar en la terraza. Aun con la cortina de velo, la luz irradiaba sobre las barras de la jaula, rebotando sobre la pared como un arcoíris ardiente hasta el anochecer. Feiyu lo evitaba cambiándose de habitación. Su otra habitación favorita era la de costura. La señora era ruidosa pero bordaba precioso; a veces copiaba su patrón de plumas y le hacía vestir hanfus con sus trabajos, <> decía feliz. Él no sabía bordar, jamás lo había intentado y tampoco quería. Era feliz mirando a la señora bordar, comiendo sus verduras, jugando a que volaba y esperando a papá. Cuando la señora apareció, lo encontró completamente dormido a la refrescante sombra de la entrada del departamento.—Pero bueno, ¿este niño se olvida de que tiene una cama? —rio, recogiéndolo gentilmente contra su robusto regazo. Wen se elevó con todo su peso y el muñeco en brazos, quejándose por el crujido de sus rodillas y del dolor de espalda, pero al final los dos llegaron a la terraza con éxito. El viento mecía la cortina, dejando entrar el lejano ruido de la calle y el trino de los canarios. Wen dirigió la mirada hacia el espejo, asegurándose de no tener que retocar su maquillaje. El pecho de Feiyu subía y bajaba y sus mejillas habían adquirido un suave color rosa. Wen no quiso molestarlo para almorzar. ¡Almorzarían los tres juntos, cuando volviera con su nieto! Zimo se quedaría todo el fin de semana, aunque tuvo que pagarle extra a esa holgazana de Susan para hacerle las comidas un día domingo. Eran veinte para las cuatro, así que tomó su sombrero del perchero… ¡La ventana! Miró a Feiyu, completamente dormido; podría despertar en el tiempo que estuviera afuera. ¡Tantos niños morían así! Se dispuso a cerrarla, pero una curiosidad morbosa le hizo asomarse por el balcón. El edificio medía treinta y seis plantas y el tránsito era una concurrida fila de hormigas. Wen reflexionó con el corazón en la garganta en por qué alguien dueño de un gran puesto y una familia amorosa saltaría de una altura tan horrenda. Se devolvió al interior sudando frío y miró dos veces haber puesto bien el seguro. ¡Que locura! Tenía que ir a buscar a su nieto a la estación a las cuatro.Cerró tras de sí la puerta doble a la terraza, antes de ver por última vez a Feiyu, y echó pestillo a todas las habitaciones como siempre que salía. A Feiyu le preocupó más despertarse en una habitación diferente que encontrarse solo. Sus ojos se abrieron emitiendo pequeños destellos verdes al hallarse sentado en su sillón de la terraza. El sol inundaba toda la habitación, caliente como un horno. Se pasó una mano por la frente, cubierta de sudor. Sentía que se ahogaba. Su estómago resonó con apetito, así que se dirigió a la puerta y bajó la manilla. Para su sorpresa, no se abrió como otras veces. Feiyu sabía abrir puertas desde siempre y esto nunca había pasado. Le entró una sensación de miedo tras sacudirla muchas veces sin resultados. La túnica se adhirió húmeda a su espalda, cuando un escándalo atravesó sus tímpanos, asustándolo más que la puerta cerrada. Ante la ventana, la silueta de la jaula y las aves eran indistinguibles por el sol, pero Feiyu veía con horrorosa claridad el revoloteo incesante de los canarios. Su corazón se aceleró y sacudió la manilla hasta la desesperación sin éxito, y se acurrucó en el suelo, esperando a que algo pasara. Temblaba. La luz era cada vez más ardiente y ahora se extendía en toda la habitación al son de los gritos de las aves. Feiyu cerró sus ojos, húmedos de lágrimas.—Papá… El arcoíris de la jaula trastornó a los canarios y Feiyu vio claramente sus venas en las zonas calvas al sol. Los tres comenzaron a picotearlas deliberadamente, hasta provocar sangre. Feiyu se mordió los labios, conteniendo algo en su pecho a punto de estallar. Su espalda golpeaba incesantemente la doble puerta, olfateando la sangre caliente al punto que pudo saborearla. Los gritos de los canarios resonaban con fuerza en su cabeza, el ruido de sus cuerpos golpeando los barrotes, luego, un sonido de algo rasgándose y todo se quedó en silencio. De pronto era sumamente táctil, tanto que el ruido ya no le molestaba. El calor de la habitación evaporó todo su cuerpo, hasta desaparecer de sus ropas y del espacio de la terraza, haciéndose uno con ellos, con el calor mareante y el intenso aroma a sangre haciéndole agua la boca. Con la violencia de la jaula. Él era parte de ese orden, de la jerarquía de la casa y de la jaula. Él y la jaula estaban en la casa y todos eran hijos de la señora. Su mamá. No estaba solo. En un impulso desesperado, Feiyu subió al sofá y se elevó de puntillas hasta que sus dedos se engancharon de los barrotes de la jaula con una urgencia que rompió el gancho, causando un chirrido más grande que el alboroto de los canarios en su interior, quienes una vez probada la sangre de su compañero ya no se detenían. Ni siquiera cuando Feiyu abrió la jaula y su mano los separó, cayendo en un liberador bucle de éxtasis al recibir sus picotazos.—¿Te sientes sola, abuela? —le preguntó el niño. Wen esperaba encontrar a su nieto más alto esa semana: en realidad ese niño era cada vez más inteligente. Pero por otra parte, era verdad que Lan Fen y Haoyu no la visitaban, pero tenía sus correos, a veces, a la semana. Además siempre se aseguraba de saludar a sus vecinos, a todas las señoras de los talleres recreativos y no olvidaba invitar a nadie a sus fiestas. ¿Por qué ese <> se sentía tan personal?—¿Por qué preguntas eso? Zimo se encogió de hombros.—Porque vives sola.—¡Pero no estoy sola, tengo a Feiyu y a mis canarios! —Esa idea le levantó los ánimos—. Ay, Feiyu te va a encantar, parece que tiene tu edad y es muy lindo. Los ojos de Zimo brillaron.—¿Canarios? ¿Cómo en las minas de carbón? ¿Sabías que antes usaban canarios para detectar si había gas venenoso?—¡No me digas! —A Wen le conmovió la humildad de su nieto. Feiyu había causado revuelo, era de esperar; pero este niño se emocionaba por unos canarios. Puso la llave en el cerrojo y empujó la puerta.—Ya los vas a ver, son amarillos y cantan una entonación angelical todo el día. ¡Feiyu, volvimos! Hacía demasiado calor dentro del departamento. Wen sacudió el cuello pulcro de su camiseta. Cruzaron el pasillo, hasta la última puerta doble. Estaba demasiado callado.—¿Feiyu? Wen abrió la puerta, siendo cegada unos segundos por la luz. El sol inundaba la terraza en una intensa llamarada a través de la puerta de vidrio. La encorvada silueta de Feiyu en cuclillas sobre el apoya brazos del sofá obstruía la luz, como una gárgola reluciente. Sus ojos destellaron como pepitas bajo un velo de sangre al percatarse de su presencia. Apretaba una bola roja y amarilla entre sus manitas; parecía exprimir un caqui muy jugoso al que le arrancaba la carne a tiras con los dientes. En medio del afluente de sangre, Wen reconoció a dos de los canarios en el suelo. Feiyu les había arrancado las plumas, los ojos y el abdomen, y al tercero lo destripaba por la cloaca....
vulturandes
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